
Por Silvia Núñez Hernández
Claudia Sheinbaum y Rocío Nahle bajan a Veracruz como si descendieran del Olimpo político, vestidas de falsas heroínas que abrazan, sonríen y prometen entre ruinas. Llegan a la zona cero del desastre con cámaras, guaruras y séquitos que controlan cada encuadre y cada palabra. Las rodea un grupo de supuestos damnificados —seleccionados, adoctrinados y serviles— que gritan “¡gracias, gobernadora!” mientras el resto del pueblo observa con rabia contenida la farsa de siempre: el poder montando su espectáculo sobre la tragedia ajena.
En Poza Rica, el teatro se les descompuso.
Una mujer del pueblo, sin guion, sin miedo, rompió el libreto oficial y encaró a Claudia Sheinbaum:
- “Ella (Nahle) dijo que me ayudó y no me ayudó en nada”.
La presidenta, incómoda, la interrumpió con una promesa improvisada; la zacatecana, a su lado, endureció el gesto, intentando borrar la escena. Pero el momento ya estaba registrado. Y no por los medios oficiales, sino por los cientos de teléfonos que documentaron el enojo real del pueblo.
Ese reclamo sintetiza todo: la mentira, la manipulación, la simulación del poder Muestra a una gobernadora que no gobierna, sino que administra su propia imagen en ruinas, entre abrazos ensayados y discursos huecos.
Mientras tanto, Veracruz sigue desangrándose: 24 comunidades continúan incomunicadas, cientos de familias siguen sin ser censadas y los apoyos “van muy lento”, según admiten los propios damnificados. La prioridad no es la emergencia, sino la foto, el video, la propaganda que maquille el fracaso.
Y en medio de ese descontento social crece una voz colectiva que se expande por redes, calles y plazas: “¡Revocación de mandato para Rocío Nahle!”. No como consigna política, sino como grito de hartazgo.
Porque si tanto presume que el pueblo “la eligió”, entonces que el pueblo decida si la quiere seguir soportando.
Si realmente confía en su “aceptación” y en su supuesto liderazgo, que no le saque al juicio ciudadano.
Legalmente, la Ley Federal de Revocación de Mandato sólo aplica al Presidente de la República, pero nada impide que los estados instauren su propio mecanismo, y Veracruz tiene Congreso, leyes y ciudadanos con más dignidad que toda la propaganda de su gobierno. Si ella fuera congruente, sería la primera en impulsar la reforma local que permita ese ejercicio. Pero no lo hará. Porque no le conviene. Porque teme perder en una elección limpia lo que ganó en una elección manchada.
Rocío Nahle sabe que su constancia de mayoría es un papel sin legitimidad. Sabe que Veracruz no la eligió. Que los votos se inflaron, que las actas se manipularon, que su “triunfo” se impuso desde arriba con la fuerza de un fraude perfectamente engrasado. Por eso le tiene pavor a la revocación: porque sería el espejo que mostraría su verdadero rostro, el de una espuria que vive del poder prestado.
Hoy los veracruzanos no le deben obediencia, le deben juicio.
Y aunque la ley no la obligue, la ética la condena.
Una mujer verdaderamente electa no le teme al voto, le teme quien usurpó la voluntad popular.
Rocío Nahle puede seguir escondiéndose detrás de Claudia Sheinbaum, puede seguir fabricando escenarios de lodo limpio y aplausos comprados, pero no podrá escapar del juicio de la historia ni del desprecio de la gente que ya la ve como lo que es: una impostora que traicionó al pueblo y teme escucharlo.
