
Por Silvia Núñez Hernández
En Veracruz, el discurso político ha dejado de ser herramienta de comunicación para convertirse en arma de manipulación emocional. Los actores del poder ya no gobiernan con ideas: gobiernan con palabras vacías.
Frases ensayadas, adjetivos sin contenido, narrativas defensivas y ataques personales son ahora la médula de un lenguaje de Estado que no construye políticas públicas, sino ficciones de autoridad.
En un análisis de discurso serio, descubriríamos que el gobierno actual basa su narrativa en tres ejes:
- La negación de la crítica,
- La victimización como escudo, y
- La descalificación como método.
Ese triángulo define el deterioro de la palabra pública y el colapso del pensamiento político.
1. Lo que dicen: “A Veracruz se le respeta”
La gobernante repite esa frase como mantra autoritario. La pronuncia con enojo, con el gesto de quien cree que su investidura exige sumisión, no respeto. La usa para descalificar a quienes la cuestionan, a quienes denuncian, a quienes exigen resultados.
“A Veracruz se le respeta”, dijo, señalando a un supuesto grupo de “carroñeros”.
Lo que calla:
El respeto a Veracruz no se decreta; se garantiza con hechos. Respetar a Veracruz implica atender sus tragedias, rendir cuentas, hablar con datos, transparentar recursos y asumir errores.
Cuando se exige respeto sin rendición de cuentas, no se está pidiendo respeto al Estado, sino obediencia al poder.
Lo que debería demostrar:
Si el discurso fuera veraz, habría bitácoras de Protección Civil publicadas, informes de respuesta inmediata, auditorías de recursos y protocolos activados. Nada de eso se ha mostrado. Solo hay dichos, no pruebas.
2. Lo que dicen: “No la voy a mover porque me funciona muy bien”
La frase, dirigida a justificar la permanencia de la titular de Protección Civil estatal, revela un patrón de gobierno personalista y autocomplaciente.
“Me funciona muy bien.”
Ese “me” es revelador: el aparato público reducido a instrumento personal.
Lo que calla:
Ninguna institución debe “funcionar bien” para el gobernante. Debe funcionar bien para la sociedad.
La valoración no puede ser subjetiva; exige indicadores, resultados, auditorías y evaluación pública.
La omisión de esos elementos expone lo que el discurso oculta: no hay evidencia, hay lealtades.
Lo que debería demostrar:
Si la afirmación fuera cierta, se mostrarían indicadores de eficiencia, tiempos de atención, evaluaciones técnicas y auditorías. Nada se exhibe. Todo se dice. Y el discurso sustituye al dato.
3. Lo que dicen: “Hay una campaña negra”
Es la frase más repetida por quienes no soportan el escrutinio. Convertir la crítica en conspiración es la forma más primitiva de negar la responsabilidad.
Cuando Sheinbaum habla de una “campaña negra” contra Rocío Nahle, institucionaliza el miedo y reemplaza la transparencia con victimismo.
Lo que calla:
No hay evidencia de campañas orquestadas; hay una sociedad agraviada.
Lo que el poder llama “ataque” es, en realidad, rendición de cuentas social.
Y lo que denomina “carroñeros” son ciudadanos que reclaman verdad, resultados y respeto real.
Lo que debería demostrar:
Si fuera cierto que todo es una campaña, habría documentos que acrediten falsedad informativa, desmentidos con datos verificables y pruebas de ejecución efectiva de programas.
Pero no hay pruebas. Solo la voz del poder intentando dominar la realidad por decreto.
4. Lo que revela el discurso: ignorancia institucional
En el fondo, el discurso oficial es un espejo de su propia mediocridad.
Revela carencia de formación política, ausencia de pensamiento administrativo y nulo entendimiento de la comunicación de Estado.
No hay coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, porque no hay idea de gobernar.
Gobernar no es hablar —es planear, ejecutar, evaluar y corregir.
El discurso, cuando se vacía de técnica, se vuelve amenaza.
Y eso es lo que hoy ocurre en Veracruz: la palabra se usa para intimidar, no para informar.
5. La realidad: un Estado gobernado por la emoción
Rocío Nahle no proyecta liderazgo; proyecta enojo.
Habla desde la ofensa personal, no desde la responsabilidad institucional.
Su narrativa carece de estructura técnica, de claridad estratégica y de visión social.
En ella, el gobierno se confunde con el ego, y la función pública con el deseo de venganza.
En su retórica, todo cuestionamiento es agresión y toda exigencia es traición.
Así, el Estado se achica hasta caber en la voluntad de una sola persona.
6. Conclusión: la palabra como síntoma de poder enfermo
El discurso del poder en Veracruz no comunica, encubre.
No explica, se justifica.
No rinde cuentas, exige respeto.
Su pobreza narrativa es reflejo de su pobreza moral y administrativa.
Mientras la sociedad exige datos, ellos repiten consignas.
Mientras la gente pide soluciones, ellos reparten culpas.
Mientras Veracruz se hunde en lodo, ellos hablan de “carroñeros”.
Un gobierno que se victimiza frente a la verdad termina acusando al pueblo de su propio fracaso.
Y cuando eso sucede, el discurso deja de ser lenguaje político para convertirse en el testimonio público de su ignorancia.
