
Por: Leticia Núñez Hernández
La Universidad Veracruzana ha construido, al menos en el plano discursivo, un modelo institucional sustentado en la inclusión, los derechos humanos y la formación integral. Sin embargo, la reciente comunicación oficial sobre los procedimientos del Área de Formación Básica General (AFBG) vuelve a exponer una tensión histórica dentro de la propia institución: la distancia entre el discurso incluyente y las prácticas administrativas que lo contradicen.
La infografía difundida para el periodo Agosto 2025–Enero 2026 es un ejemplo claro de esta paradoja. Su diseño amable y su lenguaje aparentemente accesible ocultan, al examinarse con cuidado, una estructura operativa de alta exigencia que recae casi exclusivamente en la figura del docente. La multiplicación de evaluaciones, la diferenciación entre modalidades (autoaprendizaje, mixta, autoacceso y SEA), los plazos rígidos y los procesos de registro y documentación configuran un entramado burocrático que demanda tiempo, energía y precisión, sin que se evidencien mecanismos institucionales de acompañamiento o simplificación.
Desde una perspectiva de educación inclusiva —misma que la UV dice asumir como eje rector— resulta inevitable preguntar: ¿Dónde queda la consideración de los ritmos, necesidades y capacidades reales de quienes sostienen estas tareas? La inclusión no es solo un principio orientador hacia el estudiantado; es también un deber hacia el personal académico que enfrenta exigencias operativas cada vez más complejas.
Existe, además, un aspecto poco mencionado en la comunicación institucional: el AFBG no garantiza el respeto al número máximo de estudiantes por grupo establecido en los propios programas de estudio. Mientras en la teoría se fija un límite aproximado de 25 estudiantes por sección, en la práctica los grupos pueden superar los 60 alumnos, duplicando o incluso triplicando el número previsto. Esta sobrepoblación no es una excepción, sino una constante que complejiza la labor docente y transforma la evaluación en un proceso logísticamente desbordado.
A ello se suma que los docentes del AFBG no concentran su trabajo en una sola entidad universitaria. Por el contrario, su carga está distribuida entre facultades que se encuentran geográficamente distantes entre sí, con traslados que suelen oscilar entre 30 y 40 minutos en automóvil privado. Esta fragmentación territorial genera una carga invisible: desplazamientos continuos, horarios escalonados y cambios de contexto institucional que dificultan brindar atención adecuada a grupos excesivamente numerosos y heterogéneos.
Es importante recordar que cuando el profesorado aceptó integrarse al área de formación básica, lo hizo bajo la expectativa de enfrentar grupos amplios y procesos evaluativos rigurosos. Sin embargo, en ningún momento se estableció que las condiciones derivarían en una sobrecarga tan evidente. La multiplicación de modalidades, la saturación de grupos, la fragmentación de sedes y la creciente carga administrativa no formaban parte del marco original, y hoy constituyen factores que erosionan la coherencia entre el discurso institucional de inclusión y la práctica operativa.
Lo que el AFBG presenta como ‘ordenamiento académico’ opera, en la práctica, como un dispositivo que normaliza la carga administrativa, fragmenta procesos y tiende a responsabilizar individualmente al docente, aun cuando la institución afirma promover ambientes basados en equidad, justicia y derechos humanos. Esa contradicción, soterrada en la estética institucional, es una forma silenciosa de exclusión.
La inclusión no se mide por la cantidad de conceptos incorporados al discurso universitario, sino por la coherencia entre lo que se proclama y lo que se exige. Cuando la gestión académica ignora esa coherencia, no solo disminuye la calidad educativa: también erosiona la confianza de quienes integran la comunidad universitaria.
La UV tiene la oportunidad de asumir este análisis no como una crítica hostil, sino como un llamado urgente a la revisión interna. Las instituciones sólidas se distinguen por escuchar, reformular y reconocer que ningún modelo operativo, por bien intencionado que sea, es irreprochable ni definitivo. El AFBG, en su forma actual, requiere una evaluación profunda que considere el impacto humano de sus procesos y la necesidad de alinear la práctica administrativa con los valores de inclusión que la universidad declara defender.
Solo así la UV podrá reconciliar su discurso con su realidad, y avanzar hacia una cultura institucional donde la inclusión deje de ser un eslogan y se convierta en una forma auténtica de convivencia y trabajo.
