12 de diciembre de 2025

Por Silvia Núñez Hernández

No se trata de estilos ni de gestos simbólicos. Se trata de carácter político. En América Latina, donde el poder suele maquillarse de épica y la sumisión se vende como prudencia, el contraste es nítido: María Corina Machado encarna la dignidad que enfrenta a una dictadura real; Claudia Sheinbaum administra la obediencia dentro de un proyecto autoritario heredado. Una desafía al poder; la otra lo prolonga.

María Corina no necesita vitrinas frívolas ni reconocimientos huecos. No compite en rankings de vestuario ni en listados complacientes. Su liderazgo se mide por el costo personal que ha asumido: persecución, despojo, amenazas y la insistencia —incómoda para muchos— de llamar dictadura a la dictadura. El Premio Nobel de la Paz que ya recibió no es un adorno ni una estrategia de marketing, sino el reconocimiento internacional a una causa sostenida con riesgo real. La grandeza no se anuncia: se reconoce.

Su autoridad política no descansa en la pose, sino en la coherencia. Habla cuando conviene callar, insiste cuando el sistema exige claudicar y mantiene una línea ética que no se negocia. Esa es la diferencia entre liderazgo y propaganda.

El contraste con Claudia Sheinbaum es revelador. Mientras María Corina confronta al poder con el cuerpo y la palabra, la señora presidente de México ha optado por la continuidad disciplinada. Su trayectoria no está marcada por la ruptura ni por la autonomía, sino por la lealtad incondicional a López Obrador, a quien no solo sucedió, sino a quien sigue rindiendo obediencia política. No hay emancipación posible cuando el poder se ejerce de rodillas.

Sheinbaum personifica una de las expresiones más pobres del discurso de género en el poder: una mujer que gobierna sin gobernar, que no enfrenta el autoritarismo que hereda, que no corrige el rumbo y que prefiere administrar el legado de su amo político antes que asumir una presidencia con carácter propio. Su retórica “anticapitalista” y su supuesta épica comunista son una lucha imaginaria, cómoda, sin costos, sostenida desde el aparato del Estado y no desde la resistencia real. No hay presos políticos defendidos, no hay dictaduras enfrentadas, no hay riesgos asumidos.

Y es ahí donde todo converge.

A partir de la incautación del megabuque petrolero con destino a Cuba, el episodio adquiere una lectura política que no puede separarse del papel que ha jugado la señora presidente de México en la normalización y sostenimiento diplomático del eje Cuba–Venezuela, construido durante el sexenio de López Obrador y continuado sin ruptura alguna por su administración.

Mientras Estados Unidos ejecuta una acción directa para cortar el suministro energético que mantiene con vida a la dictadura cubana, el gobierno mexicano ha optado —desde hace años y hasta hoy— por una postura de acompañamiento político, legitimación discursiva y respaldo internacional a La Habana y Caracas, bajo el disfraz de la “no intervención”. En los hechos, esa neutralidad ha funcionado como oxígeno diplomático para regímenes señalados por violaciones graves a los derechos humanos, represión política y colapso económico inducido por corrupción estructural.

La señora presidente no hereda una relación incómoda: hereda y asume conscientemente una alianza ideológica. México ha votado de forma consistente contra resoluciones críticas hacia Cuba y Venezuela, ha relativizado informes multilaterales y ha reproducido la narrativa del “bloqueo” para encubrir el saqueo interno. La incautación del buque expone la contradicción: mientras Washington desmantela una red criminal transnacional de petróleo y financiamiento ilegal, México guarda silencio o recurre a fórmulas que evitan nombrar a las dictaduras como tales.

La reacción airada de Miguel Díaz-Canel y Bruno Rodríguez confirma lo esencial: el petróleo no era ayuda humanitaria, era el combustible de una maquinaria de control, represión y corrupción. Su pérdida no solo agrava los apagones; debilita la compra de lealtades y el financiamiento del aparato de seguridad.

 ¿Puede sobrevivir la dictadura cubana sin ese petróleo?

En el corto plazo, , pero en condiciones cada vez más frágiles. En el mediano, su viabilidad dependerá menos del discurso y más de la capacidad de seguir obteniendo recursos por vías opacas. Cada incautación reduce ese margen.

Lo verdaderamente incómodo no es si la dictadura cubana resiste, sino quiénes, desde gobiernos que se dicen democráticos, siguen ayudando a que resista. Y ahí el contraste vuelve a ser obsceno.

María Corina Machado no necesita acarreos. No paga multitudes, no compra aplausos, no simula respaldo. Los venezolanos la siguen sin dádivas, sin amenazas y sin camiones rentados, porque su liderazgo es legítimo, orgánico y nacido del hartazgo real frente a una dictadura criminal. La acompañan porque la respetan, no porque les paguen.

En cambio, Claudia Sheinbaum solo existe políticamente entre vallas, recursos públicos y masas movilizadas a billetazo limpio. Su supuesto respaldo social es una escenografía costosa y miserable, sostenida con millones del erario para fingir cariño donde hay indiferencia y lealtad donde solo hay obligación. Nadie la sigue: la acarrean.

Por eso, Claudia Sheinbaum, cuando intente pronunciar el nombre de María Corina Machado, hínquese y lávese la boca. No por cortesía, sino por proporción histórica. A usted no le alcanza ni con todo el presupuesto para fingir lo que María Corina representa sin pagar un solo peso. Si acaso, le queda besarle los pies, porque frente a una mujer que enfrenta dictaduras con dignidad, usted no le llega ni a los talones.

Una es respaldada por un pueblo que despierta.
La otra solo sobrevive entre acarreos, obediencia y simulación.

Esa es la distancia entre la grandeza y la miseria política.