
Por Silvia Núñez Hernández
Cada palabra de Claudia Sheinbaum Pardo sobre el campo mexicano exhibe no solo su ignorancia, sino su desprecio por quienes lo sostienen. En lugar de presentar un programa integral de incentivos, apoyos y subsidios que devuelvan vida al agro, la presidenta actúa como si quisiera ahogarlo lentamente. Su política hacia los productores no es de apoyo ni de contención: es de*aniquilación sistemática. Y lo más grave, lo hace disfrazada de tecnócrata progresista.
Durante su conferencia del viernes 31 de octubre, Sheinbaum no habló con datos, sino con prejuicios. Afirmó que detrás de los bloqueos campesinos existen “intereses políticos”, repitiendo la misma fórmula que su antecesor: sospechar del pueblo cuando el pueblo protesta. Esa frase revela un Estado que criminaliza el hambre. Que prefiere desacreditar al campesino antes que reconocer su fracaso. Que ignora que la protesta no nace de la manipulación, sino de la desesperación.
El campo mexicano no está en crisis: está siendo empujado al colapso. Los precios de los granos son ruinosos, el diésel y los fertilizantes se han disparado, y los créditos agrícolas prácticamente han desaparecido. Los campesinos están vendiendo sus cosechas por debajo del costo, hipotecando su tierra o abandonándola. Y mientras eso ocurre, la presidenta se limita a ofrecer promesas para “el próximo año”.
Hablar de futuro cuando el presente se desangra es un acto de cinismo político.
Más insultante aún es su propuesta de que los agricultores “vendan tortillas y productos derivados del maíz”. Esa ocurrencia, lanzada con la ligereza de quien no ha pisado un surco, evidencia la visión urbana y elitista con la que este gobierno pretende “resolver” el hambre. No hay maquinaria, ni infraestructura, ni cadenas de comercialización que respalden esa idea. Convertir a los productores en microempresarios sin respaldo técnico ni inversión es condenarlos a fracasar desde el discurso presidencial.
Y mientras en México el campesino mendiga apoyo, Sheinbaum derrocha recursos en mantener a Cuba y en regalar petróleo a regímenes extranjeros bajo el disfraz de solidaridad internacional. Es una paradoja inmoral: mientras exporta combustibles, importa maíz. En lugar de invertir en autosuficiencia alimentaria, su gobierno subsidia su imagen.
Si de verdad quisiera “transformar” al país, ese dinero debería estar en tractores, semillas certificadas, sistemas de riego y capacitación rural, no en la chequera diplomática del capricho político.
Hoy México camina hacia una crisis alimentaria inevitable. Los indicadores son claros: el abandono del campo, la escasez de agua, la inflación agrícola y la falta de políticas de fomento productivo. Todo apunta a que el país dependerá cada vez más de las importaciones. Si Sheinbaum continúa esta ruta,
México se hundirá por hambre, no por ideología. Porque sin agricultores, no hay nación posible. Sin quienes cultivan la tierra, la autosuficiencia es un mito.
Y como si no bastara, la presidenta busca ahora trasladar su fracaso interno a un enemigo externo. La crisis diplomática que ella misma ha provocado con Estados Unidos intenta venderla como un “bloqueo económico”, cuando en realidad es la consecuencia de sus malas decisiones energéticas y comerciales. No es Washington quien cierra puertas: es su propio gobierno quien las incendia por soberbia. Lo que Sheinbaum llama dignidad nacional, es en realidad una política exterior suicida.
La presidenta debía ser catalizadora del campo, pero ha decidido ser su verdugo.
Su gobierno no impulsa, asfixia; no protege, abandona; no produce, desmantela. Su discurso es la tumba donde se entierran las esperanzas del productor mexicano.
Y lo más doloroso es que todo esto ocurre mientras repite una palabra que ya vació de sentido: pueblo. Porque el pueblo al que dice defender hoy se pudre entre surcos sin cosecha y promesas sin tierra.
Claudia Sheinbaum no gobierna: destruye. Y lo hace con la eficiencia fría de quien calcula la caída del país como un costo político asumible.
Mientras en Palacio Nacional se deciden los próximos “anuncios de apoyo”, allá afuera, en el México real, el maíz se echa a perder, la caña se seca, y el campesino empieza a creer que su gobierno no lo ignora por error, sino por decisión.
Y cuando un Estado decide dejar morir a su campo, ya no hay discurso que pueda salvarlo.
