28 de octubre de 2025

Por Silvia Núñez Hernández

Hay algo profundamente alarmante en quienes hoy gobiernan Veracruz: su discurso se ha empobrecido hasta el ridículo. Ya no hay narrativa de Estado, ni visión de desarrollo, ni siquiera la simulación de un lenguaje técnico o político. Lo que escuchamos todos los días es una mezcla de resentimiento, ignorancia y soberbia, disfrazada de autoridad.

Si hiciéramos un análisis de discurso, comprobaríamos que estamos bajo el mando de una clase política inculta, desarticulada y emocionalmente inestable, que gobierna desde la improvisación y la reacción. No hay planeación ni proyecto: hay caprichos, berrinches y respuestas viscerales a cualquier señal de crítica. No construyen, destruyen, porque no saben cómo construir. No gobiernan con ideas, sino con coraje y venganza.

Y en el centro de ese caos discursivo está Rocío Nahle García, cada día más iracunda, intolerante y obsesionada con la percepción pública. Su lenguaje corporal, su tono y sus palabras revelan a una mujer quec se siente víctima, no mandataria. Habla como si Veracruz la atacara injustamente, como si los reclamos sociales fueran ofensas personales, y como si la exigencia ciudadana de resultados equivaliera a una agresión política. No gobierna: se defiende.

Recientemente declaró, con ese aire de soberbia que ya la caracteriza, que “a Veracruz se le respeta”. Lo dijo después de arremeter contra un supuesto “grupo de carroñeros” —así los llamó—, refiriéndose a quienes la critican. La ironía es grotesca: los veracruzanos no son carroñeros, son ciudadanos cansados de la simulación, de la corrupción y del cinismo. Quienes hoy la siguen ciegamente son solo aquellos que viven de sus prebendas, sus favores o su nómina, los que aplauden por miedo o por hambre, los que se arrastran como mascotas del poder a cambio de un hueso político.

La realidad es otra: el repudio hacia Rocío Nahle crece cada día más, se manifiesta en las calles, en los cafés, en los centros laborales, en las universidades, en el transporte público, en el campo y en la ciudad. Nadie cree su discurso de víctima; nadie compra ya la narrativa del sacrificio ni la pantomima del liderazgo. Veracruz no la respeta porque el respeto no se exige con gritos, se gana con resultados, con verdad y con congruencia.

Pero Nahle no lo entiende. Se ofende ante la crítica, se indigna frente al escrutinio y reacciona como si el Estado le perteneciera. Habla como si fuera la máxima jefa del mundo mundial, exigiendo que se le rinda pleitesía, como si el pueblo veracruzano fuera su subordinado. La confusión es peligrosa: el poder público no se hereda ni se conquista, se administra temporalmente en nombre del pueblo. Y quien olvida eso, cruza la línea hacia el autoritarismo.

Hace unos días, justificó su decisión de no remover a la titular de Protección Civil estatal porque “le funciona muy bien”. ¿A quién le funciona? ¿Con qué indicadores? ¿Dónde están los resultados?
Sería prudente que explicara, con información pública y verificable cuáles son esos logros tan celebrados. Que no se esconda detrás de la palabrería. Que entregue reportes, bitácoras, auditorías, contratos y protocolos activados. Porque en los hechos, Veracruz ha padecido una cadena de desastres mal gestionados, comunidades abandonadas, albergues improvisados y funcionarios que llegan cuando la tragedia ya se volvió foto.

Lo más preocupante no es su ignorancia técnica, sino su incapacidad emocional para asumir responsabilidad política. Su discurso de víctima es una ofensa para las verdaderas víctimas: las familias que han perdido hogares, vidas o esperanza. Nahle no es la agredida; es la agresora institucional que con su negligencia perpetúa el dolor social y con su arrogancia bloquea la crítica.

El poder no se sostiene con gritos ni con llanto, sino con resultados y rendición de cuentas. Pero ella ha optado por gobernar a la defensiva, desde la narrativa del agravio, con un tono que recuerda más a una arenga de plaza que a un mensaje de Estado.

En Veracruz, la palabra “gobernar” se ha vuelto una ironía. El discurso del poder ya no comunica: revela ignorancia, resentimiento y descomposición emocional. La pregunta es cuánto tiempo más podrá sostenerse una administración que confunde liderazgo con victimismo y autoridad con soberbia.

Porque un gobierno que se victimiza frente a la verdad*, termina acusando al pueblo de su propio fracaso.

Y en Veracruz, esa historia —por desgracia— ya la estamos viviendo.