16 de noviembre de 2025

Por Silvia Núñez Hernández

Pues no le creo.

No después del asesinato de Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, Michoacán, un funcionario que fue ejecutado pese a tener catorce escoltas de la Guardia Nacional. No después de que el país entero se preguntara cómo es posible que un mando local, bajo resguardo federal, sea abatido sin que nadie intervenga. Y justo entonces, como si el poder necesitara un cambio de narrativa urgente,la presidenta Claudia Sheinbaum aparece con su propio acto estelar: un episodio de acoso callejero, relatado con precisión, acompañado de video, denuncia, cobertura mediática y, por supuesto, lágrimas institucionales.

El guion estaba listo. Mientras México exige respuestas por la ejecución de un alcalde protegido por el Estado, la presidenta decide ser la protagonista de su propia tragedia personal. Su discurso, lejos de ser un acto de valentía, se convierte en una puesta en escena cuidadosamente calculada. “¿Qué pasaría con las mujeres mexicanas si no denuncio?”, preguntó frente a las cámaras, sin darse cuenta de que esa pregunta retrata más su desconexión con la realidad que su supuesto compromiso con las víctimas.

Porque si de verdad quisiera saber qué pasa con las mujeres mexicanas cuando no denuncian, bastaría con asomarse a las estadísticas que su propio gobierno esconde: miles de víctimas ignoradas por fiscalías corruptas, cientos de cuerpos sin identificar, miles de madres buscadoras sin protección y un país entero donde la justicia es un trámite imposible. Y lo peor es que ese infierno no ocurre a pesar de ella, sino bajo su mandato.

Su relato pretende inspirar, pero en realidad exhibe una cobardía política disfrazada de sensibilidad. La presidenta no habló como una mujer que sufrió acoso, sino como una mandataria que necesitaba urgentemente desplazar el foco de atención. Habla de precedentes, de deber moral, de empatía, pero calla frente a los feminicidios, las desapariciones y la violencia institucional que corroen su administración. Se indigna por una fotografía publicada en la prensa, pero no se indigna por las mujeres humilladas en los ministerios públicos de su país, por las jóvenes asesinadas en la impunidad, ni por las madres que mueren sin encontrar a sus hijas.

En su narrativa, el agresor estaba “muy alcoholizado”. Pero el verdadero estado de ebriedad es el de un gobierno intoxicado de simulación, donde el feminismo se volvió una herramienta de control y no una causa de justicia. Sheinbaum repite los mismos gestos, las mismas frases ensayadas que ya usaba como jefa de gobierno: la retórica de la víctima pública para justificar la incompetencia de la gobernante.

Decir que “esto no debió pasar” es una obviedad, pero lo verdaderamente grave es lo que sí pasa todos los días y ella no quiere ver: mujeres acosadas por policías, golpeadas por militares, violentadas en las cárceles, ignoradas por fiscales, abandonadas por el Estado. Eso no lo menciona porque no genera simpatía ni titulares. No hay cámaras acompañando a las víctimas verdaderas.

Su discurso es políticamente cómodo y moralmente repugnante. Sheinbaum no denuncia por solidaridad; denuncia por cálculo. La suya no es una denuncia ciudadana, sino una operación de propaganda para limpiar la imagen de un gobierno que ha fallado en proteger a las mujeres. Es una coreografía emocional en la que la presidenta se convierte en símbolo, no de justicia, sino de manipulación. Porque cuando el poder convierte el dolor en herramienta, deja de representar a las víctimas para empezar a utilizarlas.

Y lo más indignante es que intenta presentarse como ejemplo. Habla de coraje, pero actúa con miedo; habla de ética, pero gobierna con simulación; habla de empatía, pero ejerce el control como quien teme perder su trono. Lo suyo no fue un acto de valor, sino de oportunismo. Una cobardía cuidadosamente envuelta en discurso feminista.

En realidad, el país no necesitaba que Claudia Sheinbaum denunciara a un borracho; necesita que denuncie a su propio sistema, el que desoye a las víctimas, el que calla frente a las desapariciones, el que fabrica culpables para justificar sus fracasos. Pero eso no lo hará, porque implicaría aceptar que la violencia contra las mujeres no se combate con discursos, sino con justicia, y su gobierno no tiene ninguna.

Cuando Sheinbaum se pregunta “¿qué pasaría con las mujeres mexicanas si no denuncio?”, la respuesta es brutal: pasa exactamente lo mismo que pasa cuando sí gobierna. Pasa la impunidad. Pasa el silencio. Pasa el abandono. Y lo único que no pasa, es la justicia.

La presidenta cierra su discurso diciendo que “no va a cambiar porque sería negar quién es”. Tiene razón. No va a cambiar porque ya no puede fingir lo que no es: una mujer de poder que convirtió el dolor colectivo en espectáculo.

Claudia Sheinbaum no fue víctima de un hombre ebrio. Fue protagonista de un libreto político hecho para distraer al país del colapso que su propio gobierno alimenta

Y esa es la verdadera cobardía: usar el cuerpo y la voz de las mujeres como herramientas de manipulación política.