
Por Silvia Núñez Hernández
¿Por qué el gobierno de Claudia Sheinbaum no quiere combatir al crimen organizado?
Porque no se trata de incapacidad técnica ni de falta de inteligencia estratégica. El verdadero problema es que el Estado mexicano está diseñado para coexistir con el crimen, no para erradicarlo. Durante décadas, los gobiernos han operado bajo una misma ecuación: el crimen garantiza control territorial, votos y recursos. A cambio, recibe impunidad, contratos y presencia en las estructuras locales del poder. Lo que antes se disfrazaba de omisión hoy se institucionalizó como política pública.
El gobierno de Claudia Sheinbaum representa la continuidad de ese modelo. No hay ruptura, hay administración del caos. La presidenta prefiere sostener el relato de la “pacificación” por vía de la contención antes que admitir que el país está secuestrado por redes criminales que rebasan cualquier estructura de mando civil o militar. Combatirlos de frente implicaría desmantelar no sólo a los cárteles, sino también a los funcionarios, gobernadores y operadores electorales que viven de su protección. Por eso no actúa: porque hacerlo derrumbaría su propio edificio de poder.
La prueba más dolorosa y evidente es el asesinato del alcalde Carlos Manzo, ejecutado a plena luz del día, pese a contar con catorce escoltas federales asignados por la Guardia Nacional. Si el Estado no puede garantizar la vida de un funcionario bajo resguardo federal, ¿qué puede esperar un ciudadano común? Dos sicarios lograron aproximarse, abrir fuego y ejecutar el crimen en segundos. Uno de ellos fue abatido en el sitio, y el otro detenido, pero el hecho esencial permanece: el ataque ocurrió en medio de un operativo federal. No fue un descuido, fue una ejecución que exhibe la vulnerabilidad y la infiltración de los cuerpos de seguridad nacionales. Cuando un funcionario muere protegido por el propio Estado, lo que se desploma no es la logística, sino la legitimidad.
¿Por qué, si saben en dónde están los criminales, dónde se esconden y quiénes son los gobernadores que los encubren, no hacen una limpieza frontal?
Porque hacerlo significaría romper con el pacto de impunidad que sostiene al régimen. En el discurso oficial, Sheinbaum habla de coordinación interestatal, de “mesas de seguridad” y de “operativos regionales”, pero la realidad es que las fiscalías locales están controladas por intereses políticos, y los gobernadores —muchos de ellos producto del mismo partido— operan con márgenes de impunidad que les permiten tolerar o incluso negociar con grupos criminales. En algunos estados, la policía es su brazo político; en otros, el crimen es el brazo operativo del gobierno. En ambos casos, el resultado es el mismo: la impunidad se volvió doctrina.
El aparato de inteligencia del Estado mexicano sabe perfectamente quiénes son, dónde están y cómo operan los líderes criminales. Las rutas, los nombres, los intermediarios y los vínculos financieros están documentados. Sin embargo, nada ocurre. El silencio institucional se ha convertido en política de supervivencia. Lo que debería ser acción de Estado se convierte en cálculo electoral. Lo que debería ser justicia se administra como un negocio.
¿Por qué sigue operando la corrupción dentro de su gabinete y los protege?
Porque en el actual modelo de poder, la corrupción no es un error: es una herramienta de control. Claudia Sheinbaum sabe que su gabinete es una red de intereses creados donde cada funcionario sostiene a otro por conveniencia. La lealtad política se premia, la honestidad se castiga. Los funcionarios que callan, obedecen y se someten a la narrativa oficial sobreviven; los que intentan limpiar, denunciar o cuestionar son desplazados. Lo que hoy gobierna a México no es una visión de Estado, sino un sistema de favores recíprocos, donde la impunidad es el precio de la obediencia.
En su círculo más cercano, Sheinbaum ha optado por blindar a quienes acumulan denuncias, omisiones o escándalos públicos, siempre que mantengan la lealtad al “proyecto de nación.” No hay rendición de cuentas, hay silencios comprados. La corrupción dejó de ser un problema aislado para convertirse en un lenguaje de poder. Cada omisión tiene un precio, cada encubrimiento un beneficio, cada silencio una recompensa.
Y mientras México se hunde en esa espiral, Estados Unidos ha dejado de advertir y ha comenzado a actuar.
Los ultimátum diplomáticos terminaron. Washington ya no lanza comunicados, ahora lanza operaciones. Las agencias de inteligencia estadounidenses han comenzado a operar activamente en territorio mexicano, sin coordinación previa con el gobierno federal. Lo hacen porque México perdió la credibilidad institucional y porque el crimen que se exporta al norte dejó de ser tolerable. Para Estados Unidos, la seguridad mexicana ya no es un asunto de soberanía, sino de defensa nacional.
Esa intervención silenciosa, pero tangible, ha desatado una histeria dentro del círculo presidencial.
Claudia Sheinbaum, acostumbrada a la centralización absoluta del poder, no soporta que Washington actúe sin su consentimiento. Sabe que cada movimiento de inteligencia estadounidense es también un mensaje político: la comunidad internacional ya no confía en su gobierno. No se trata sólo de narcotráfico, sino de credibilidad, de capacidad institucional y de gobernabilidad perdida. Los aliados extranjeros entienden que el Estado mexicano ya no tiene control sobre vastas zonas del país y que la colaboración con el gobierno central se volvió un riesgo operativo.
Mientras la presidenta intenta mantener la narrativa del “respeto a la soberanía”, el territorio mexicano se fragmenta entre cárteles, estructuras locales y una intervención velada que crece cada día.
El gobierno ha perdido el monopolio de la fuerza y con él, el derecho moral de exigir respeto internacional.
La historia reciente de México quedará marcada por este punto de inflexión: un gobierno que prometió transformación, pero terminó administrando la decadencia.
La muerte de Carlos Manzo no fue un hecho aislado, fue una advertencia: el poder ya no protege, el crimen ya no teme y el Estado ya no existe.
Y mientras la presidenta insiste en el discurso de la “coordinación”, la realidad le pasa por encima.
Estados Unidos ya actúa sin pedir permiso. Los criminales operan sin miedo. Y México, entre ambos, sigue sin gobierno.
