17 de noviembre de 2025

General brigadier Víctor Hugo Chávez Martínez  / Internet

Por Silvia Núñez Hernández

La reciente detención del general brigadier Víctor Hugo Chávez Martínez en el estado de Colima, el pasado 30 de julio, confirma lo que desde hace años resulta insostenible negar: la seguridad en México está bajo administración simbólica, mientras la verdadera operación la dirige una agencia extranjera, en este caso, la DEA.

Chávez Martínez no es un improvisado. Con 35 años de carrera en el Ejército Mexicano, desempeñó funciones en Fuerzas Especiales, Policía Militar y unidades de inteligencia. En febrero de 2024 fue designado como titular de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana en Tabasco, apenas semanas después de la escandalosa renuncia de Hernán Bermúdez Requena, quien hoy figura como prófugo con orden de aprehensión por presuntos vínculos con el grupo criminal La Barredora.

A Chávez Martínez lo relevaron de su cargo apenas doce meses después, y lo colocaron como coordinador de la Guardia Nacional en Colima. Ahí duró exactamente dos meses, lo suficiente para que Estados Unidos terminara de armar su expediente y, como ha ocurrido en otros casos de alto perfil, presionara por su aprehensión. Oficialmente, la Fiscalía General de la República asegura que su captura no está relacionada con vínculos criminales, pero la narrativa oficial ya no alcanza para maquillar lo evidente.

¿Quién dirigió la operación? No fue la FGR. Ni la Guardia Nacional. Ni mucho menos Omar García Harfuch, el funcionario estrella de la seguridad que ha logrado construir una imagen pública impoluta, mientras su eficiencia en operativos de alto impacto permanece cuestionable. La aprehensión fue orquestada desde el extranjero, como parte de una estrategia paralela que ya no se molesta en disfrazarse de cooperación bilateral.

Este caso se suma a una lista de capturas incómodas que han dejado en evidencia la fragilidad del aparato nacional. Como ocurrió con Salvador Cienfuegos, el exsecretario de la Defensa Nacional, la maquinaria judicial mexicana sólo se activa cuando las agencias estadounidenses han hecho todo el trabajo previo. En cuanto a nuestras autoridades, su papel parece limitarse a administrar daños, fabricar narrativas y montar conferencias para simular control.

La detención del general Chávez Martínez no puede entenderse como un triunfo del Estado mexicano. Por el contrario, es una bofetada al sistema de seguridad y justicia, que sigue sin depurarse y, peor aún, sin voluntad política para hacerlo. Mientras tanto, los ciudadanos seguimos atrapados entre el narco y la simulación institucional.

Por si fuera poco, la militarización de la seguridad pública, que ha sido uno de los ejes de la política del actual gobierno, termina por proteger y reciclar perfiles altamente cuestionables, que se mueven entre puestos estatales y federales sin pasar por filtros reales de integridad.

Y en ese contexto, figuras como Harfuch sonríen, posan para las portadas, publican cifras y tuitean logros que no les pertenecen. Su “eficiencia” mediática contrasta con su bajo impacto estructural: no ha logrado desmantelar redes profundas ni impulsar cambios sistémicos. Lo suyo es el performance, no la depuración.
Es hora de dejar de simular.

Mientras la DEA siga marcando el paso y nuestras instituciones se limiten a seguir el ritmo, la seguridad seguirá siendo un espejismo que se tambalea ante cada nuevo escándalo. Y lo más grave: seguiremos celebrando detenciones ajenas como si fueran victorias propias.

Una casa, una mentira y una presidenta

Durante más de tres décadas, Claudia Sheinbaum vivió en una casa de Tlalpan sin ser legalmente la propietaria. Ante los medios y la ciudadanía, dijo haberla comprado “al contado”, pero los documentos públicos y judiciales narran otra historia: nunca pagó por ella y, aún así, terminó en manos de su familia.

La historia fue destapada por una investigación de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI), que reveló cómo el inmueble fue adquirido por su exesposo, Carlos Ímaz, a través de un juicio de prescripción positiva en 2018, con el argumento de haber habitado la vivienda “pacífica y públicamente” por más de 30 años. Lo alarmante es que los verdaderos propietarios —una familia uruguaya— jamás fueron notificados del proceso judicial. Así, en cuestión de semanas, el título de propiedad cambió sin oposición alguna.

En 2021, la casa fue transferida a Mariana Ímaz Sheinbaum, hija de la hoy presidenta, por una cifra simbólica de 4.8 millones de pesos. Un “regalo” encubierto bajo valor de mercado, que dejó a Claudia fuera del papel, pero conservando el control patrimonial dentro de su núcleo familiar. Mientras tanto, en sus declaraciones patrimoniales, Sheinbaum aseguró no tener propiedades.

Aparentemente, la transparencia sólo aplica cuando no incomoda.
Este caso exhibe con claridad la doble moral que predomina en la élite política de la 4T. Mientras se presume una narrativa de honestidad valiente, de vida austera y rendición de cuentas, la realidad judicial muestra una maniobra silenciosa, opaca y legalmente cuestionable.

No se trata sólo de una casa. Se trata de la incongruencia entre el discurso público y las prácticas privadas. De cómo el aparato judicial puede facilitar el despojo civil mediante la omisión deliberada de notificaciones. De cómo el poder se hereda incluso sin escritura original. Y de cómo una mentira se institucionaliza cuando quien la dice termina sentada en la silla presidencial.

La presidencia de Claudia Sheinbaum comienza con una mancha patrimonial que no ha sido aclarada con transparencia ni ética. En un país donde miles de familias pierden sus casas por irregularidades menores, la historia de la presidenta demuestra que con poder no necesitas comprar para tener, ni ser dueña para quedarte.