Por Enrique Quintana / Coordenadas
Como ciudadanos, su preocupación es legítima: de la calidad de nuestras reglas dependerá no sólo la salud de sus negocios, sino la vitalidad de nuestra democracia y el bienestar de millones de familias.
Hace pocos días me reuní con un grupo de empresarios para discutir sobre el futuro del país, desde sus condicionantes económicas hasta las políticas y sociales.
No sorprendió que el foco principal de las preocupaciones fuera la política: allí se juega, para bien o para mal, la estabilidad de los otros ámbitos.
En lo social, aun con rezagos serios —educación, salud— se percibe un optimismo nuevo en el frente más urgente: la seguridad.
Cada vez escucho con más frecuencia la celebración de un giro relevante en la política de seguridad. Aunque la narrativa oficial insiste en atender “las causas”, domina la sensación de que hubo un viraje de 180 grados en el combate a los grupos criminales.
Entre los empresarios hay un consenso práctico: poco importa si el cambio se explica por decisión soberana o por presiones de Washington; lo relevante es que hoy la política de seguridad es distinta y debe sostenerse.
En economía, predomina la convicción de que el gobierno ha decidido preservar y profundizar la relación con Estados Unidos. Ese objetivo pasa, inevitablemente, por la revisión del T-MEC y por asegurar la ventaja arancelaria de México en América del Norte.
Para muchos sectores, de esa certidumbre depende el flujo de inversión, la integración de proveedores y la consolidación de empleos formales. La ventana de oportunidad existe, pero no es permanente: exige reglas claras, cumplimiento y un clima político predecible.
La otra gran duda atañe al sistema político y a sus incentivos. La metáfora de “la escalera”, planteada por exfuncionarios electorales, ilustra el dilema: Morena llegó al poder usando la estructura que garantizaba competencia pareja a las minorías; una vez en el gobierno, parece tentado a retirar esa escalera.
Si se desmantelan mecanismos que dan piso parejo —representación proporcional, contrapesos institucionales, financiamiento mínimo para la pluralidad—, el mensaje para la sociedad y para los mercados es que el juego podría dejar de ser competitivo.
Los empresarios suelen preocuparse por sus números, pero cada vez más se inquietan por el rumbo del país. Comprenden que seguridad y Estado de derecho no son eslóganes: son condiciones de producción.
Un sistema judicial que resuelva con calidad y sin sesgos, un árbitro electoral que asegure competencia real y reglas del T-MEC que ofrezcan certidumbre son piezas del mismo rompecabezas. Si esas piezas faltan, la ventaja arancelaria se erosiona, el nearshoring pierde tracción y la oportunidad de desarrollo se achica.
La señal más poderosa que México puede enviar —a sus ciudadanos y a sus socios— es que aquí se puede competir con reglas claras, invertir con horizonte y disentir sin temor. Si esa promesa se sostiene, el capital llegará, la productividad mejorará y el crecimiento dejará de ser aspiración para convertirse en tendencia. Y si no, volvemos a la historia conocida: un país que avanza dos pasos cuando el viento sopla a favor, y retrocede tres cuando se desatan las tormentas.
En suma, muchos empresarios tienen razones para la cautela. No piden privilegios; piden certidumbre. Como ciudadanos, su preocupación es legítima: de la calidad de nuestras reglas dependerá no sólo la salud de sus negocios, sino la vitalidad de nuestra democracia y el bienestar de millones de familias.