
PorC arlos Anaya Moreno
La migración, fenómeno global marcado por sufrimientos y esperanzas, vuelve a ocupar un lugar central en el corazón de la Iglesia. En su Mensaje para la 111.ª Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2025, el Papa León XIV ofrece una profunda reflexión sobre el vínculo entre migración, misión y esperanza, una triada vital que interpela tanto a creyentes como a no creyentes. Este mensaje se enmarca en el Jubileo de los Migrantes y del mundo misionero y encuentra su inspiración en la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), que proclama con claridad que “la persona humana migrante posee la misma dignidad inviolable que cualquier otro ser humano” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 298).
Migrar como acto de esperanza
El Santo Padre afirma con contundencia que “la búsqueda de la felicidad —y la perspectiva de encontrarla en otro lugar— es una de las principales motivaciones de la movilidad humana contemporánea”. Esta afirmación conecta con lo que el Catecismo de la Iglesia Católica enseña: “La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre” (CEC, n. 1818).
El migrante, forzado muchas veces por la guerra, la injusticia o el desastre climático, actúa movido por una intuición teologal: la certeza de que la vida puede ser mejor y que vale la pena buscarla. Así, la migración no es solo un drama humanitario, sino también un signo de esperanza y de resistencia espiritual ante la desesperanza estructural.
La misión migrante: testimonio en movimiento
La DSI afirma que el trabajo del migrante “constituye una oportunidad de encuentro de culturas y de fe, capaz de enriquecer a la sociedad receptora” (Compendio DSI, n. 298). León XIV subraya esta dimensión misionera al decir que “los migrantes y refugiados católicos pueden convertirse hoy en misioneros de esperanza en los países que los acogen, llevando adelante nuevos caminos de fe allí donde el mensaje de Jesucristo aún no ha llegado o iniciando diálogos interreligiosos basados en la vida cotidiana y la búsqueda de valores comunes”.
Esta idea remite a Evangelii Nuntiandi, cuando San Pablo VI advierte que los emigrantes tienen una “responsabilidad […] en los países que los reciben” (EN, n. 21). La misión no se impone, sino que se testimonia. La fe del migrante se convierte en levadura para una sociedad que a menudo vive inmersa en un desierto espiritual.
La Iglesia peregrina: contra la tentación del sedentarismo
El Papa recuerda que la Iglesia es, por naturaleza, civitas peregrina, un pueblo en camino hacia la patria celestial. La presencia del migrante es un “recordatorio profético” de esta vocación. León XIV advierte: “Cada vez que la Iglesia cede a la tentación de la “sedentarización” y deja de ser civitas peregrina —el pueblo de Dios peregrino hacia la patria celestial (cf. San Agustín, La ciudad de Dios, Libro XIV-XVI)—, deja de “estar en el mundo” y pasa a “ser del mundo” (cf. Jn 15,19). Esta frase resuena con fuerza en tiempos donde la fe corre el riesgo de volverse cómoda, encapsulada y sin horizonte trascendente.
El migrante, al moverse, recuerda que el cristiano no tiene ciudad permanente, sino que está en búsqueda del Reino. Como señala San Agustín: “La ciudad de Dios peregrina entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios” (La ciudad de Dios, XIX, 26).
Acoger es evangelizar: comunidades como testigos
No solo los migrantes evangelizan: también las comunidades receptoras están llamadas a ser testigos de esperanza. “Esperanza entendida como promesa de un presente y un futuro en el que se reconozca la dignidad de todos como hijos de Dios”, señala el Papa.
La DSI insiste en que “el deber de acogida” no es un mero acto de caridad sino de justicia social (Compendio DSI, n. 298-299). La comunidad que acoge con amor, que integra y escucha, construye Iglesia y anticipa la fraternidad del Reino.
María, consuelo de los migrantes
El mensaje concluye con una oración profunda: el Papa encomienda a los migrantes y a quienes los acompañan a la Virgen María, “consuelo de los migrantes”. Esta dimensión mariana resuena con el corazón maternal de la Iglesia, que ve en cada desplazado a Cristo mismo: “Fui forastero, y me hospedasteis” (Mt 25,35).
Hacia una Iglesia samaritana y en salida
El mensaje de León XIV es una exhortación para vivir el Evangelio desde las periferias, reconociendo que los migrantes no son una carga, sino “una bendición divina”. Nos recuerda que la esperanza cristiana no es evasión ni consuelo barato, sino fuerza transformadora que hace de cada paso un acto de fe.
La Doctrina Social de la Iglesia, al reconocer los derechos de los migrantes, la dignidad de su trabajo y la responsabilidad de los Estados y de la Iglesia, ofrece un marco para una pastoral y una política migratoria verdaderamente humanas y cristianas. Como señala Fratelli tutti, “todo ser humano tiene derecho a encontrar un lugar donde pueda desarrollarse integralmente” (FT, n. 121).
Acoger al migrante no es solo un deber ético o una respuesta humanitaria; es una expresión concreta del Evangelio en acción, un signo de que la esperanza sigue viva en medio de un mundo herido. Cuando abrimos nuestras puertas al que llega, abrimos también nuestro corazón a la posibilidad de una humanidad más fraterna, donde nadie es extranjero y todos somos peregrinos hacia una misma patria: el Reino de Dios.
Hoy más que nunca, la Iglesia está llamada a caminar con los migrantes, a aprender de su fe resiliente, y a dejarse renovar por su testimonio de esperanza. Que cada encuentro con ellos sea una oportunidad para construir puentes, derribar muros y sembrar la semilla del Evangelio, allí donde parecía no haber futuro. Porque en su rostro cansado brilla una promesa: la de un mundo más justo, más humano, más parecido al sueño de Dios para todos.
Les invito a escuchar el podcast de “Laicos en la Vida Pública” sobre este tema en el siguiente link: https://tinyurl.com/mjecak7y
