17 de noviembre de 2025

 

Internet

Por Silvia Núñez Hernández

En respuesta a la columna de Ricardo Chúa, publicada en Sale y Vale, donde señala que el principal problema de Rocío Nahle García es su fallido equipo de comunicación social, me permito disentir con claridad: el verdadero problema no es su equipo —que, por supuesto, es un desastre—; el problema es ella misma. Ella es su propia condena.

Los Morenos tienen una marca registrada: la mezcla tóxica de ignorancia con soberbia, necedad con ceguera política, y ambición con prepotencia. Y Nahle encarna ese perfil a la perfección. Su equipo está ahí no para pensar, sino para aplaudir; no para comunicar, sino para justificar. Y honestamente, ¿quién se atrevería a decirle la verdad a una jefa que se cree intocable?

Porque no nos engañemos: Rocío Nahle no gobierna. Ordena. No escucha. Grita. No dirige. Se impone desde su pedestal. Es esclava de su propio ego, inflado por la bendición de quien un día fue su protector, Andrés Manuel López Obrador. Ella sigue creyendo que esa unción política es un escudo eterno. Pero la realidad es otra: el poder ya no la protege, la exhibe.

Basta recordar su paso por Pemex para saber de qué está hecha: dejó ruinas, desfalco, corrupción e ineficiencia. Lo suyo no es servir, es cobrar, facturar, beneficiar a su grupo y asegurar sus intereses. Así ha llegado a gobernar Veracruz: sin escrúpulos, sin empatía, sin la más mínima conexión con la realidad que vive su pueblo.

El caso de la maestra asesinada en Álamo no solo reveló la violencia que nos desborda: dejó al descubierto su incapacidad para sentir dolor ajeno. Declaró que había muerto de un infarto. Como si eso disminuyera el crimen. Como si eso no fuera revictimizante. Como si el hecho de que Veracruz sea una fosa abierta de mujeres asesinadas pudiera maquillarse con una versión sin sustento.

Hoy el estado está de cabeza: las dependencias en ruinas, los trabajadores sin recursos, los jefes de papel, las compensaciones robadas y una estructura institucional completamente improvisada. Y mientras eso ocurre, ella monta eventos, baila en redes, inaugura ferias y presume “gobernabilidad”, cuando lo que hay es caos disfrazado de fiesta.

Pero lo más grave no es el desastre interno. Lo más peligroso está afuera.
Andrés Manuel López Obrador ya está en la mira internacional. No por capricho, sino por consecuencia. Sus acciones —y las de su círculo— lo han puesto en una lista de seguimiento que Estados Unidos ya no está ignorando. Las imágenes recientes de su hijo en Asia, así como de varios de sus operadores en Europa, no son fortuitas: Washington ya les puso sombra. Los están siguiendo. Los tienen perfectamente ubicados.

Y que no se engañe nadie: esas fotos no son casuales, son advertencias. Quien corre antes de terminar el sexenio no lo hace por turismo, sino por estrategia. Están buscando en dónde refugiarse antes de que se active una reacción internacional ante la red de corrupción que han tejido. Y si AMLO necesita sacrificar piezas para intentar salvarse, lo hará. Así como ya soltó la mano de su primo Adán Augusto López Hernández, también puede dejarla caer a usted, señora Nahle, sin dudarlo ni un segundo.

Lo mismo ocurrirá con Claudia Sheinbaum. No va a arriesgar su presidencia por tapar las torpezas de una gobernadora en decadencia. Si tiene que elegir entre usted y la gobernabilidad nacional, no lo pensará dos veces. Y usted ya es, desde hace rato, el hilo más delgado.

Así que no, estimado Ricardo Chúa: el problema de Nahle no es la comunicación. El problema es que gobierna desde la necedad y el desprecio, desde la arrogancia y la ceguera. Y por eso el daño es tan profundo.
Porque gobernar sin corazón, sin cabeza y sin vergüenza, no solo es peligroso. Es criminal.
Y señora, un consejo: he visto caer a muchos. A usted no la veo caer… la veo desplomarse. Porque el poder, cuando se usa para destruir, no se hereda: se paga.

Tal vez usted repudie lo que acabo de decir. Y lo entiendo: su soberbia no le permite otra reacción. Pero le aseguro que esto es lo más honesto que alguien le ha dicho jamás sobre su forma de ejercer el poder y sobre cómo la percibimos quienes —por fortuna— estamos lejos de su control y su autoritarismo. En lugar de odiarme —porque sé que lo hará, así es usted: visceral, rencorosa, cerrada, incapaz de autocrítica— debería agradecer que alguien por fin le diga la verdad sin miedo. Pero no lo hará. Porque usted no sabe escuchar, no tolera la verdad, y se ha convencido de que el poder le pertenece por derecho divino. No se engañe más, señora: no es usted invencible, ni intocable, ni respetada. Es temida, sí, pero sólo por los cobardes que aún le siguen el juego. Desde acá, desde fuera de su jaula de yes-men, la vemos como lo que es: una figura desgastada, torpe, sin visión y peligrosamente ensimismada. Tómelo como consejo, si le queda algo de inteligencia. Porque el golpe de realidad que viene no tendrá este tono. Tendrá otro… mucho más cruel.