Penal de Medellín / AGN Veracruz
Por Silvia Núñez Hernández
La gobernadora Rocío Nahle García anunció con bombo y platillo la construcción de dos nuevos penales estatales en 2026. Uno para reos de baja peligrosidad y otro para los de alto impacto. El argumento oficial es el de siempre: la sobrepoblación. La realidad es otra: en Veracruz la palabra “penal” es sinónimo de promesa incumplida, negocio inmobiliario y presupuesto evaporado.
Porque si algo caracteriza a la historia penitenciaria del estado es que hay más penales fantasmas que reclusorios funcionando. Más discursos inaugurales que llaves de seguridad. Más auditorías con observaciones que internos con sentencia. El sistema penitenciario veracruzano es, en realidad, un espejo de cómo la corrupción no cumple condena, sino que goza de libertad bajo palabra.
Ahí está el caso de Papantla: construido en 2010, inaugurado en 2012 con la foto oficial de Calderón, Duarte y García Luna. Corte de listón, discursos solemnes y hasta gira mediática. Pero nunca operó. Fue un penal-fantasma, devorado por la maleza, hasta que la Federación lo adoptó como quien recoge el perro callejero que otro dejó atado a un poste. Inversión millonaria que terminó siendo monumento a la desidia y a la simulación.
Y si eso parece tragicomedia, lo del penal Ignacio Allende raya en lo grotesco. En enero de 2010, Fidel Herrera desalojó a 960 reos con el pretexto de “evitar una masacre”. La verdad: vació el penal para rentarlo como set de filmación de Mel Gibson en Atrapen al gringo. Los presos fueron enviados a cárceles lejanas, sus familias quedaron sin posibilidad de visitas, pero el viejo Allende brilló en la pantalla grande. Así, Veracruz cambió la justicia por espectáculo. Los reos en carretera, el cine en Hollywood y el presupuesto en quién sabe dónde.
Desde entonces, el puerto más importante de Latinoamérica no tiene penal propio. El histórico Allende ya está en manos de la Universidad Veracruzana para ser Centro Cultural de Artes. Bien por la cultura, pero ¿y la justicia? Cada sexenio anuncia “ahora sí” un reclusorio digno; cada sexenio se destinan presupuestos multimillonarios; y cada sexenio terminamos igual: obras fantasma, dinero perdido y cero responsables.
Ejemplo de oro: el penal de Medellín de Bravo. Prometido en 2010 por Fidel Herrera con una inversión de 500 millones de pesos y un plazo de 18 meses. El ORFIS detectó irregularidades, contratos inflados y papeles extraviados. Quince años después, el terreno sigue vacío y Nahle desempolva la obra como si fuera proyecto innovador. Innovador sí: en cómo reciclar la corrupción sin que nadie pise una celda por ello.
Y por si fuera poco, está el Penalito de Playa Linda, sinónimo de hacinamiento, tortura, violaciones a derechos humanos y privilegios selectivos. Ahí estuvo presa María Josefina Gamboa Torales en 2014 tras el atropellamiento del joven José Luis Burela López. Mientras cientos de internos sufrían condiciones infrahumanas, ella dispuso de celda propia, visitas constantes y un trato privilegiado que Miguel Ángel Yunes Linares y Jorge Winckler Ortiz alimentaron para convertirla en “víctima del sistema”. Privilegios para unos, infierno para otros.
Pero no es el único caso. En ese mismo Penalito, organizaciones de derechos humanos han documentado hacinamiento de hasta 300%* celdas sin agua, sin ventilación y con colchones infestados de plagas. Familias obligadas a pagar “cuotas” para poder ingresar comida o medicamentos. Golpizas sistemáticas, desapariciones internas y mujeres violentadas bajo el pretexto de revisiones de seguridad. Lo que pasa en Playa Linda no se cuenta en los informes, pero lo saben bien los internos y sus familias.
El contraste es brutal: mientras los penales se caen a pedazos y los proyectos se quedan en obra negra, los presupuestos nunca fallan en salir de las arcas. El de Medellín fue de 500 millones; el de Papantla, de 300 millones; el Allende, remodelado varias veces con fondos millonarios para terminar convertido en escenario de cine. En total, más de mil millones de pesos desaparecidos en 15 años. Dinero que nunca construyó cárceles, pero sí engordó fortunas políticas.
Y aún así, cada gobierno se atreve a repetir el mismo guion: anunciar, licitar, asignar, desaparecer, olvidar. Una y otra vez.
Así, en Veracruz los penales no cumplen su función de encerrar delincuentes ni rehabilitar a nadie. Son espacios convertidos en negocios de ladrillo, botín presupuestal y escaparates políticos. Lo único que de verdad permanece en prisión es la verdad, encerrada bajo siete candados.
La pregunta sigue siendo la misma, y cada sexenio se repite como eco: ¿cuántos presupuestos más se esfumarán en nombre de los penales de Veracruz? ¿Cuántos gobernadores más reciclarán proyectos muertos para aparentar visión de Estado? Porque aquí las cárceles son de papel, pero la corrupción carga cadena perpetua