
Claudia Sheinbaum y Andrés Manuel López Obrador / Internet
Por Silvia Núñez Hernández
Ante la tibieza de Claudia Sheinbaum, no queda más que recordar lo que su mesías López Obrador siempre dijo: que ninguna corrupción en el gobierno se da sin el visto bueno del presidente. Pues bien, si hoy Sheinbaum juega a la cautelosa, es porque su tibieza la pinta como implicada hasta el cuello. Y si el lodazal salió a la luz, no fue por la voluntad de Palacio, sino porque los verdaderos testigos —los cárteles de la droga, el Cártel del Golfo, Los Zetas Vieja Escuela, el Cártel del Noreste y el de Sinaloa— decidieron hablar como testigos protegidos y ventilar la porquería.
¿Casualidad que, justo tras estas revelaciones, un marino adscrito al puerto de Altamira aparezca “suicidado”? Ni la ingenuidad más infantil compra esa versión. En un país donde hasta los sicarios saben que “suicidarse” es la coartada favorita del poder, la muerte del capitán Abraham Jeremías Pérez Ramírez huele más a silenciado que a tragedia personal. Pero Alejandro Gertz Manero salió en la mañanera a decir que “no estaba vinculado y que el suicidio no es delito federal”. O sea: carpetazo exprés, “con respeto” al muerto pero sin respeto a la inteligencia de los vivos.
El fiscal debería abrir una carpeta seria y seguir todas las líneas. Pero eligió la comodidad de lavarse las manos, justo como lo hizo cuando los sobrinos del exsecretario de Marina, Rafael Ojeda, fueron denunciados por el propio almirante y aun así siguieron operando con total impunidad. Dos años de silencio, y sólo hasta que el escándalo revienta públicamente se dignan en detenerlos. ¿Qué hizo la FGR en ese lapso? Lo obvio: nada. Porque a nadie se toca sin la bendición de arriba.
La tibieza del gobierno es tan escandalosa que ya no parece encubrimiento, sino complicidad. Sheinbaum se esconde en condolencias; la Marina guarda un silencio de acero; y Gertz convierte un suicidio sospechoso en asunto “personal”. Todo apunta a lo mismo: este no era un negocio contra el Estado, sino un negocio del propio Estado, con la Marina como socio operador y con el poder político como beneficiario.
Durante el sexenio de López Obrador, la SEMAR fue amo y señor de puertos y aduanas. ¿De verdad alguien cree que un entramado de huachicol fiscal pudo prosperar a espaldas del presidente? Y ahora que la red incluye a sobrinos de Ojeda, marinos de alto rango, jueces y empresarios, el silencio oficial sólo confirma que la complicidad venía de arriba.
López Obrador lo dijo con todas sus letras: “Si hay corrupción, es con la venia del presidente”. Entonces, ¿de quién fue la venia cuando los hijos del presidente salieron embarrados en negocios turbios? Y hoy, si la investigación se maneja con pinzas bajo Sheinbaum, ¿no es legítimo sospechar que la venia ya cambió de manos, pero la corrupción sigue intacta?
A todo esto hay que sumar la visita de Marco Rubio, que no vino de cortesía sino a poner las cartas sobre la mesa: Estados Unidos sabe, tiene pruebas y está empujando. Sheinbaum no entrega cuentas por convicción, sino porque la presión internacional y el testimonio de los cárteles la obligan a sacrificar a sus propios socios.
Y aquí entra el sospechosismo que nadie en Palacio quiere escuchar: ¿de verdad Claudia Sheinbaum está ajena a este negocio? Su silencio tibio la delata. Y si el actual secretario de Marina juega al mudo y Omar García Harfuch aparece como guardián del discurso oficial, la lectura es inevitable: están embarrados, son parte del mismo engranaje y no quieren que nadie lo note.
Un marino muerto, sobrinos protegidos, un fiscal minimizando, una presidenta paralizada, un secretario de Marina encubriendo y Harfuch disfrazado de muro de contención. Ese es el retrato del México de hoy: un país donde la corrupción no se castiga, se administra; donde los muertos se convierten en testigos incómodos; y donde hasta la presidenta parece actuar no como jefa de Estado, sino como gerente de un negocio bendecido desde el poder.
