1 de diciembre de 2025

Por Silvia Núñez Hernández

Que un subordinado la llamara gobernanta no fue un error, ni un tropiezo, ni un desliz semántico. Fue la descripción más honesta que alguien de su propio círculo ha hecho de ella. Gobernanta no es un calificativo menor: define a quien no gobierna, sino que vigila; a quien no encabeza un Estado, sino que administra obediencia; a quien no ejerce liderazgo institucional, sino que acomoda, supervisa, regaña y ordena como si todo lo que pisa fuera su propiedad. La palabra la retrata con una precisión quirúrgica: no la ven como autoridad constitucional, sino como administradora de un gran cuarto de servicio llamado Veracruz.

Ese concepto, dicho por un subordinado, expone la verdad que ella intenta disimular con discursos, boletines y tarimas: su poder no descansa en la legitimidad, sino en el temor; no se sostiene en resultados, sino en la presión interna; no se refleja en instituciones, sino en pasillos. Es una autoridad doméstica, no pública. Y esa autoridad doméstica alcanzó su clímax el domingo en Xalapa.

Lo que hizo no fue un informe: fue un desinforme. Una puesta en escena montada frente a Palacio de Hierro, saturada de soberbia, diseñada únicamente para que la gobernanta pudiera escucharse a sí misma repetir las ficciones que su propio gabinete ya no tiene estómago para tomar en serio. Pero nada de eso se improvisó: desde el jueves, la capital quedó secuestrada. Calles cerradas, tráfico insoportable, comercios afectados, transporte desplazado y un despliegue policial ridículo que convirtió la ciudad en un corredor de sumisión para recibir a la gobernanta y su circo de cartón.

Todo ese operativo se realizó para algo muy simple y profundamente obsceno: llenarle el cuadro. Porque sin acarreados, su escenario se vería tan vacío como la conferencia de prensa de Noroña. Y eso, para su ego, es inadmisible.

El público del domingo no fue ciudadano: fue personal obligado. Y esa obligación tiene precio. Cada aplauso, cada bandera, cada fila ordenadita, cada contingente desplazado desde municipios que viven en crisis permanente, costó dinero público. Camiones, gasolina, viáticos, operadores, sonido, tarimas, horas extra, supervisores, tortas, listas de asistencia, responsables de grupo. Todo pagado con recursos que deberían destinarse a medicamentos que no llegan, a tratamientos que no existen, a pacientes que esperan desde hace meses una simple consulta.

Mientras la gobernanta derrochaba para llenar su tarima, miles de veracruzanos siguen sin acceso a insulina, sin oncólogos, sin psiquiatras, sin estudios especializados, sin tratamientos básicos. Pero ella necesitaba una multitud para sostener su mentira, y el Estado tuvo que financiarla. Veracruz pagó el espectáculo para que la gobernanta pudiera aplaudirse en público.

Y lo más grotesco es que la mentira comenzó incluso antes de que ella apareciera: desde jueves a domingo, Xalapa dejó de ser la capital y se convirtió en un salón de eventos al servicio de una sola persona. La gobernanta no gobierna Veracruz: lo clausura cada vez que necesita que la realidad no la contradiga.

Cuando por fin subió al escenario, la desconexión fue absoluta. Presumió cifras irreales, logros inexistentes, infraestructura fantasma y una estabilidad que solo existe en sus boletines. Su narrativa es tan artificial que parece escrita para un estado que vive en otra dimensión. Mientras ella se celebraba, el estado sigue hundido en inseguridad, carreteras y calles destruidas, trámites muertos, corrupción, desapariciones, feminicidios, extorsiones y un abandono institucional palpable en cada calle rota.

Y aun así, la gobernanta habló del “avance” de Veracruz como si cualquiera que escuchara fuera incapaz de ver lo que pasa afuera. Lo que se vio el domingo fue la traducción pública del término gobernanta: una figura que no gobierna para la gente, sino para su propio espejo. No dirige un Estado: administra el ego propio. No escucha: se celebra. No enfrenta la realidad: la maquilla con acarreados.

La escena del domingo fue el retrato de un poder que ya no busca convencer, sino imponer; que ya no pretende dialogar, sino exhibirse; que ya no gobierna, sino que administra los símbolos de un gobierno que existe solo en su discurso. Afuera del escenario, Veracruz sigue roto. Dentro, la gobernanta se narraba un país que no existe.

Y lo más contundente es esto:
todo lo que dijo ya no tiene receptor.
Y todo lo que ocultó ya lo sabe hasta el último veracruzano.

Veracruz no necesita más desinformes, ni más clausuras de ciudades, ni más acarreados, ni más espectáculos pagados con dinero que debería destinarse a salvar vidas. Necesita Estado, instituciones, liderazgo, decisiones. Necesita gobierno.

La gobernanta, en cambio, solo sabe administrar cuartos, cerrar calles, comprar audiencias y montarse sobre una ficción que solo ella habita.

Esa es la tragedia actual de Veracruz:
una gobernanta que gobierna para la foto, no para la gente.