27 de septiembre de 2025

Por Silvia Núñez Hernández

En menos de 48 horas, la Secretaría de Marina reportó la muerte de dos mandos con información estratégica sobre los puertos más calientes del país.

Primero, el suicidio oficial del capitán Abraham Jeremías Pérez Ramírez, titular de la Unidad de Protección Portuaria en Altamira, Tamaulipas. La versión institucional es que se disparó a sí mismo, aunque no hubo detalles sobre el arma, el contexto, ni el parte médico que confirmara la causa. Lo encontraron sin vida en instalaciones bajo control naval, un escenario donde resulta difícil pensar que no hubiera protocolos de seguridad y vigilancia.

Después, apenas un día más tarde, la muerte del capitán Adrián Omar del Ángel Zúñiga, quien hasta mayo de 2023 fue encargado del puerto de Manzanillo, epicentro del tráfico de fentanilo y de precursores químicos. La Marina informó que falleció “durante una práctica de tiro” en Puerto Peñasco, Sonora. Otra explicación tan vaga como conveniente: ¿falló su arma? ¿hubo negligencia en los protocolos de tiro? ¿fue alcanzado por un disparo “accidental”? Ninguna precisión, solo el mensaje de condolencias en redes sociales y un rápido carpetazo.

El problema no es solo la falta de información, sino la coincidencia: dos muertes repentinas de marinos con acceso a información estratégica en menos de 48 horas.

Los cabos sueltos son evidentes:

  • Un mando que aparece muerto en un puerto bajo control naval.
  • Otro que cae en un supuesto accidente de entrenamiento.
  • Ambos ligados a enclaves donde se mueve la mercancía más codiciada del crimen organizado.

La Semar, que fue presentada como el gran muro contra la corrupción en puertos y aduanas, hoy se hunde en su propio silencio. Comunicados fríos, sin cronologías, sin peritajes abiertos, sin la mínima transparencia que la gravedad amerita.

La pregunta incómoda es inevitable: ¿de verdad fueron un suicidio y un accidente, o estamos frente a hechos que ameritan ser esclarecidos con total transparencia? Porque cada marino muerto sin explicación es también una boca cerrada sobre lo que pasó en Manzanillo, Altamira y otros puertos donde se cruzaban cargamentos ilegales, dinero y poder político.

Lo que se sepulta no son solo cuerpos, sino también la posibilidad de conocer con claridad qué ocurrió en los puertos estratégicos del país.

¿Coincidencia? ¿O señales de que hay asuntos que no están siendo explicados con la claridad que se requiere?

La responsabilidad no puede quedarse en simples comunicados de condolencia. Estas muertes no son anécdotas ni accidentes aislados: son hechos que, por su peso y su contexto, merecen respuestas claras y puntuales.

Por eso la pregunta es directa: ¿estamos frente a un crimen? ¿Habrá voluntad de abrir expedientes, de llegar al fondo, de revisar protocolos y responsabilidades dentro de la Marina? ¿O la estrategia seguirá siendo la misma: dejar que el tiempo entierre los hechos, mientras las dudas se acumulan?

El silencio institucional ya no es prudencia: es un vacío que solo alimenta sospechas. Y cada día que pase sin respuestas, esas muertes pesan más, no solo sobre la Marina, sino sobre un gobierno que asegura defender la verdad y la justicia.