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Por Silvia Alejandrina Núñez Hernández
Mientras en México el poder se entretiene con encuestas patito, selfies de transición y pactos reciclados entre dinosaurios partidistas, un corte silencioso, quirúrgico, viene desde el norte. No es metáfora, es intervención. Ya no se trata de una “guerra contra el narco”, sino de una disección geopolítica sin anestesia. Estados Unidos ya no dispara: infiltra, infiltra, infiltra… y corta con bisturí. Lo que viene no es una explosión, sino una disección programada con escalpelo forense y órdenes selladas por el Tesoro.
A esta operación la ha descrito Simón Levy como “el canto de Ovidio Guzmán”. Pero no es un canto: es una confesión con metrónomo de metralla. Lo que está en juego ya no es su libertad, sino el colapso metódico del narcoestado mexicano. Porque Ovidio no canta, delata. Y cada nota tiene nombre, cuenta bancaria y cargo público.
De acuerdo con Levy, Ovidio no solo se ha declarado culpable ante el Distrito Norte de Illinois, sino que colabora de forma activa con el Departamento de Estado, el Tesoro, la FinCEN, el FBI y —sí— con el FISEN mexicano. ¿Qué significa eso? Que su testimonio ha dejado de ser criminal y se ha vuelto estratégico. No es solo un juicio penal, es una demolición programada.
No se trata de acabar con Morena. Se trata de vaciar su núcleo, pulverizar las redes de protección política, judicial, empresarial y militar que han blindado al crimen organizado desde las entrañas del Estado.
¿Coincidencia? 17 familiares de un capo cruzaron legalmente la frontera sin persecución. En EE.UU. le llaman “testificación migratoria”; en México sería fuga pactada. Pero eso es solo el aperitivo: hay más de 300 nombres bajo la lupa. Gobernadores, jueces, generales, empresarios, cantantes y hasta ministros de culto. El narco no distingue vocación: premia la complicidad.
Los nombres ya están sobre la mesa, Rubén Rocha Moya, Américo Villarreal, Cuauhtémoc Blanco y, por supuesto, Andrés Manuel López Beltrán, hijo del ex presidente, supuestamente vinculado con una red de distribución de combustible robado. ¿Difamación? Que lo prueben. Pero mientras tanto, ni uno solo ha desmentido. El silencio también deja huellas.
Y eso no es todo: la OFAC ya alista bloqueos de cuentas; la FinCEN documenta transferencias entre Monterrey y Houston que ni Hacienda se atrevió a mirar. El FISEN participa como actor silente. Lo revelado es apenas el 2% del mapa financiero total. El resto… está en la sala de operaciones.
El narcorégimen bajo fractura vertebral
Esto no es un escándalo de corrupción. Es un proceso de descomposición del régimen. Un ejército señalado por proteger cargamentos. Un Poder Judicial infectado de “amparadores exprés”. Una Fiscalía que calla. Una presidente que solo responde cuando le rasgan la investidura y que nunca sabe nada. A la que la información de lo que pasa en el país, no le interesa, sólo lo que le va a “raspar” a ella y a su amo, López Obrador.
Los norteamericanos aprendieron: no se tumba al elefante con gritos, sino con bisturí entre las costillas. No buscan el enfrentamiento, buscan la implosión. El objetivo no es invadir, es deslegitimar, provocar divisiones internas, erosionar la narrativa oficial, y dejar que el monstruo se devore solo.
Y como en todo narcorégimen, el recurso es predecible: se dirá que es uso político y abusivo del sistema judicial para perseguir, desprestigiar o neutralizar a adversarios sin buscar justicia real, que se viola la soberanía, que es “intervencionismo yanqui”. Que no nos distraigan: cuando la justicia nacional fracasa, la justicia internacional actúa.
Lo que viene no se resolverá en el Zócalo ni en las mañaneras. Se resolverá en cortes estadounidenses y en cláusulas del T-MEC. Porque cuando la corrupción afecta inversiones binacionales, se convierte en asunto de Estado transfronterizo. Si lo que denuncia Levy se sostiene, no estamos ante un escándalo: estamos ante la evidencia documental del colapso de un régimen. Y la historia no absuelve, la historia archiva. Con sellos judiciales.
Cuando los intocables toquen baranda
Durante años se rieron de la ley, del periodismo, del sentido común. Se creyeron blindados, no por su inocencia, sino por su impunidad. Pero ahora, las listas no las controla Palacio, sino los fiscales de Illinois. Y en esas listas no hay fuero que valga. Porque incluso los “intocables” dejan huellas dactilares. Y los barandales judiciales, tarde o temprano, tienen memoria.
