Corte IDH / Internet
Por Silvia Núñez Hernández
En junio de 2025, la Organización de los Estados Americanos (OEA), a través de su Misión de Observación Electoral (MOE), emitió un informe crítico sobre la elección judicial por voto popular en México. Este proceso, impulsado por el gobierno federal, fue calificado como deficiente en términos de independencia judicial, transparencia, imparcialidad y eficiencia.
La presidente de la República de México, Claudia Sheinbaum Pardo, desestimó públicamente el informe, afirmando que la OEA se estaba entrometiendo en los asuntos internos del país y defendiendo el proceso como parte de la voluntad popular. Sin embargo, lo que la mandataria parece ignorar, o desecha deliberadamente, es la gravedad del pronunciamiento técnico y político que representa este informe.
El documento de la OEA, aunque no tiene carácter vinculante, posee un peso normativo, técnico y reputacional de alto impacto. No es una orden, pero tampoco una opinión inofensiva: es una señal de alerta regional que puede ser utilizada como evidencia contundente en foros internacionales. Puede alimentar decisiones de organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), así como litigios de constitucionalidad ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), y procesos ante relatorías de la ONU y entidades financieras multilaterales.
La indiferencia del gobierno mexicano ante esta advertencia ya está generando reacciones. Ignorarla puede derivar en:
- Acciones ante la Corte IDH si se confirma la violación a la independencia judicial.
- Invalidación de la reforma por parte de la SCJN, apoyada en estándares internacionales.
- Caída de México en rankings globales de transparencia, Estado de derecho y gobernanza.
- Reducción o suspensión de cooperación internacional y acceso a financiamiento externo.
- Aislamiento diplomático y deterioro de su imagen como democracia funcional.
Esto no es teoría. Ya ocurrió en Honduras, Venezuela y Nicaragua. La comunidad internacional reacciona cuando se violan garantías judiciales: se suspenden fondos, se cancelan tratados, y se sanciona a los responsables. Creer que «no pasa nada» es una fantasía peligrosa.
Mientras tanto, en el frente interno, cientos de jueces y magistrados mexicanos han acudido a la CIDH para denunciar lo que ya se perfila como una reforma punitiva y autoritaria. Sus quejas, por violación a la independencia judicial, estigmatización y agresiones institucionales, han sido admitidas y se encuentran en análisis. De ignorarse las recomendaciones que eventualmente emita la CIDH, el caso escalará a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuyas sentencias son obligatorias y pueden incluir indemnizaciones, restituciones, reformas legales y medidas de no repetición.
Importa decirlo con claridad: aunque la reforma judicial haya sido aprobada por mayoría política, su legitimidad jurídica está bajo fuego. El informe de la OEA robustece las quejas ante la CIDH y configura un expediente internacional que podría revertir sus efectos. Le guste o no a Sheinbaum, le convenga o no a Morena, si se determina que el proceso viola tratados internacionales, los nombramientos judiciales emanados de este esquema amañado pueden y deben caer.
Aunque desde el poder se simule que todo está consumado, que ya «ganaron» la Corte, la realidad internacional es otra. La historia interamericana está llena de reformas inconstitucionales que colapsaron antes de consolidarse. Las cortes internacionales no solo tienen memoria: también tienen jurisprudencia.
Por eso, el mensaje de fondo es uno solo: la reforma judicial no está blindada. No hay nombramiento ilegítimo que no pueda ser revertido. No hay captura institucional que no pueda ser desmantelada. Y no hay régimen que, por más propaganda que difunda, logre evitar rendir cuentas.
Lo que le espera a México, si persiste en esta deriva autoritaria, es un camino de litigios internacionales, condenas por violaciones a derechos humanos, pérdida de cooperación financiera, y sobre todo, una legitimidad institucional hecha trizas. Aunque en Palacio Nacional simulen que no pasa nada, aunque sus operadores judiciales se comporten como si fueran inamovibles, lo cierto es que la reforma judicial puede caerse. Y si cae, muchos de sus parásitos, por más blindaje que pretendan, no llegarán a tocar baranda. Porque la justicia internacional, cuando llega, no pide permiso: actúa.
Importa decirlo con claridad: aunque la reforma judicial haya sido aprobada por mayoría política, su legitimidad jurídica está bajo fuego. El informe de la OEA robustece las quejas ante la CIDH y configura un expediente internacional sólido que puede revertir sus efectos. Le guste o no a Sheinbaum, le convenga o no a Morena, si se concluye que el proceso viola tratados internacionales, los nombramientos derivados de un procedimiento ilegítimo no solo pueden —sino que deben— anularse.
Y aunque desde el poder se instale un discurso triunfalista, como si todo estuviera consumado y la Corte ya estuviera tomada, la realidad internacional cuenta con otras herramientas. La historia del sistema interamericano está plagada de reformas inconstitucionales que se desplomaron antes de consolidarse. La jurisprudencia de la Corte IDH ha demostrado que ningún país puede blindarse ante la rendición de cuentas si quebranta principios fundamentales como la independencia judicial.
Por eso hay que decirlo sin eufemismos: la reforma judicial no está cerrada ni blindada. Puede caer. Y si cae, también caerán los privilegios de quienes pretendieron capturar el Poder Judicial desde la complacencia o la simulación. Porque aunque en Palacio Nacional jueguen al negacionismo institucional, y aunque sus operadores se conduzcan como si ya fueran dueños del aparato de justicia, hay un hecho ineludible: la justicia internacional no pide permiso. Y cuando actúa, barre con lo que parece intocable.