Por Juan Jesús Garza Onofre
Desde hace años los liderazgos más visibles de Morena se han llenado la boca con potentes discursos en contra de los privilegios, el dinero y la desigualdad: que por el bien de México, primero los pobres; que si separar al poder económico del poder político; que la austeridad republicana; que no puede haber gobierno rico con pueblo pobre; que lo que gusten y manden.
Lo cierto es que después de más de un sexenio morenista muchas de esas promesas se desdibujaron, o más bien, fueron contradichas por la realidad, al reproducir las mismas lógicas neoliberales, extractivistas y clasistas que se juraban combatir. Así, lo que en un origen resultaba una atractiva retórica que tenía sentido para millones de personas defraudadas por los gobiernos del PRI y del PAN se convirtió de a poco en una coartada para legitimar la concentración del poder, el nepotismo, la opacidad y el enriquecimiento de las nuevas élites.
Por eso, estas vacaciones, da gusto ver cómo florece, se exhibe y se traga sus propias palabras la élite del partido gobernante en turno. Entre ellos, Ricardo Monreal vacacionando en España, paseando con soltura entre hoteles de lujo, mientras en México se niega a transparentar sus conflictos de intereses. Mario Delgado, por su parte, disfrutando del verano portugués, ajeno a las exigencias del magisterio. No se quedan atrás las ministras Loretta Ortiz y Yasmín Esquivel: la primera, montando un camello en un algún lugar de Medio Oriente; la segunda, luciendo atuendos y bolsos de diseñador en la península ibérica. Ambas obtuvieron respaldo de Morena en la última elección judicial con la promesa de representar una visión de la justicia austera y popular.
Tampoco puede pasarse por alto el despilfarro y mal gusto del diputado Sergio Gutiérrez Luna y su esposa Diana Karina Barreras, mejor conocida como “Dato Protegido”, quienes han hecho del presupuesto público una herramienta de promoción personal, viajes, estilismo y despliegue de lujos. Gracias al incisivo trabajo periodístico de Jorge García Orozco, ha quedado documentado cómo lo que en otros tiempos se denunciaba como derroche y uso faccioso de recursos, hoy se celebra con fantoches publicaciones en Instagram.
Mención aparte merece Andy López Beltrán, cuya presencia en Tokio reveló tanto el acceso privilegiado a una vida de lujos como el desprecio con el que algunos herederos del poder responden a la crítica. Su carta, escrita con suficiencia y adornada de clasismo a la inversa, no buscó aclarar nada, sino reafirmar que puede hacerlo porque quiere, porque puede y porque nadie dentro del régimen se atreverá a cuestionarlo. Lo más preocupante no es el viaje ni lo que le costó el hotel con desayuno incluido, sino que ocupe espacios de poder sin otro mérito que su cuna.
En un país donde millones apenas sobreviven, estas postales veraniegas que nos brinda Morena encarnan con crudeza el fracaso moral del proyecto político que prometió dignificar la vida pública. Dejemos de engañarnos. Más allá del cambio de régimen, en México la ideología dominante sigue siendo el capital, aunque ahora se administre con lenguaje popular y chalecos color guinda.
La transformación prometida no trastocó las reglas del juego, sólo cambió los jugadores y el estilo. Las grandes obras, la militarización de sectores estratégicos y la opacidad presupuestaria responden a una misma racionalidad instrumental. En el fondo, sigue gobernando el dinero, la cercanía con el poder, el acceso a recursos públicos y la capacidad de imponer narrativas que legitimen todo lo anterior.
La distancia entre el decir y el hacer resulta burda. Y no se trata sólo de escándalos individuales: el de la casa gris, las adjudicaciones directas, Segalmex, los contratos familiares, los desfalcos en Dos Bocas, los moches en la Conade… Se trata de una red de complicidades tejidas con el hilo de una “cuarta transformación” que ha sabido adaptarse a las formas más cómodas del privilegio.
Estamos ante la institucionalización de la hipocresía. Porque tal parece que mientras los programas sociales sigan fluyendo y las clientelas electorales estén satisfechas, todo puede ser tolerado. Por eso la idolatría por la riqueza, por eso un sistema voraz que cosifica y administra la pobreza como capital político; por eso una élite que se autodenomina popular mientras vive con los privilegios de siempre, pero sin la culpa del sistema neoliberal.
El problema, resulta obvio, no es en qué decide gastarse alguien su dinero, o como idiotamente publicó lo que queda del diario La Jornada, que sólo los ricos tienen derecho a viajar. Nada más errado. El problema es la arrogancia de quienes llegaron al poder prometiendo acabar con los privilegios y hoy se conducen como si el privilegio fuera un derecho adquirido. Es el doble discurso, no el viaje; es la opacidad, no el destino; es la impunidad, no el boleto de avión.
La verdadera austeridad no consiste en volar en clase turista ni en bajarse el sueldo, sino en desmontar los privilegios estructurales de un poder enquistado y reciclado, que cambia de siglas pero no de lógica. Lo que vemos es una nueva generación de funcionarios y allegados que aprendieron rápido a moverse entre las mieles del presupuesto y a tomar con naturalidad el lugar que antes ocupaban otros apellidos.
En una de sus películas más célebres, Luis Buñuel retrató con mordacidad la puesta en escena de una clase que se presenta como decente mientras encubre sus pulsiones más abominables. Sus personajes desean cosas simples, como cenar juntos, pero nunca lo logran. Lo real y lo ficticio se confunden para mostrar que, incluso en el caos, las formas sociales no se abandonan. Hay deseo constante, pero nunca satisfacción. Medio siglo después, la burguesía morenista repite el libreto: moraliza en público y goza en privado, simula ruptura mientras protege su lugar en la mesa.
Es el discreto encanto de la burguesía morenista: disfrazarse de pueblo mientras reproduce los privilegios de siempre. Tan incomprensible como grotesco.