Por Evelyn Hernández
La muerte de un funcionario federal, atacado con granadas en Reynosa, es una muestra brutal del terrorismo criminal que se vive en Tamaulipas. No fue un simple homicidio: fue un mensaje de sangre del narco al Estado mexicano. Un mensaje que deja claro que, al menos en esta entidad, el crimen organizado ya rebasó al gobierno.
Desde que Américo Villarreal asumió la gubernatura, lo hizo bajo una nube de sospechas sobre presuntos vínculos con grupos delictivos. Aunque esos señalamientos fueron minimizados por el oficialismo, hoy toman fuerza: Alejandro Moreno, dirigente nacional del PRI, presentó ya una denuncia formal ante la FGR, la primera contra el gobernador.
Pero más allá de la disputa política, el panorama es desolador. Tamaulipas lleva años sumido en la violencia, en un conflicto que ni la presencia del Ejército ni las alertas constantes del gobierno de Estados Unidos han logrado contener. La “frontera chica” —que abarca municipios como Miguel Alemán, Camargo y Ciudad Mier— se ha convertido en un campo de guerra fuera de control.
Lo sucedido en las últimas horas en Reynosa rebasa toda proporción. Un ataque con granadas contra un funcionario de la Fiscalía General de la República no es solo un crimen: es terrorismo. Durante años, se tachó de exagerado al expresidente Donald Trump cuando propuso designar a los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas. Pero, ¿cómo llamar a esto, si no terrorismo?
Tamaulipas arde y la respuesta institucional es inexistente o ineficaz. Américo Villarreal no gobierna, administra un vacío de poder donde la impunidad, el miedo y el silencio se han normalizado. No hay estrategia, no hay control del territorio, no hay garantías mínimas para la vida civil ni para las autoridades que intentan cumplir su deber.
Este no es un caso aislado. Es el síntoma de un Estado colapsado, donde los grupos criminales deciden quién vive, quién muere y a quién se atreven a desafiar. Y lo están haciendo de frente, con armas de alto poder y sin ningún freno.
Lo que ocurre en Tamaulipas no es inseguridad. Es terrorismo criminal. Y el Estado mexicano no puede —ni debe— seguir mirando hacia otro lado.